Me acabo de dar cuenta de que casi siempre digo su nombre completo cuando hablo de él. Aomine Daiki... No puedo evitarlo, me gusta mucho su nombre. Su fonética es como una hermosa poesía que acaricia mi alma con dedos de seda.
Decir Aomine impone poder, respeto y distinción, como si se tratara de una entidad poderosa a quien te debes someter. La fonética de «Aomine» casi siempre viene acompañada de emociones como el miedo, ansiedad, cobardía, odio, frustración, enfado… Daiki es más corto y tierno de pronunciar. En el momento que él permite que lo llamen por su primer nombre, es porque ha confiado en que miren su lado más vulnerable, más puro, infantil e inmaduro. No inmaduro de impulsividad, sino de cuestiones e inseguridades.
Pareciera que hay un enorme muro entre su nombre y su apellido, dos entidades diferentes existiendo en la mente de un mismo individuo. Un hombre semitransparente que, dependiendo del ángulo en el que lo mires, es como te permitirá llamarlo.
No me gusta que su nombre esté contaminado de palabras con conceptos tristes y negativos como «depresión», «crueldad», «aislamiento», «dolor», «monstruo», «sufrimiento»... Me lastima cuando esas palabras y su nombre están en el mismo párrafo, porque también han formado parte de él, en una etapa de su vida donde no tuvo que haber sido así.
Ver cómo poco a poco limpió esas palabras de su nombre es tan admirable de él. Quiero que en su nombre se sigan sembrando y floreciendo palabras con conceptos más preciosos y positivos.